Letras Explícitas
Por Orfa Alarcón
Ahora que todo
mundo habla bien de La reina del Cine Roma, ahora que la prensa le pone
atención a Alejandro Reyes y que todo mundo alaba su prosa, yo puedo alardear de
haber sido de las primeras personas en México que leyó tan extraordinaria
novela. De hecho, cuando yo la leí aún no era libro, era apenas un engargolado
de hojas blancas tamaño carta, empolvado e ignorado en la oficina de una
editorial.
Esa novela fue uno de los mayores hallazgos que hice en aquella época de mi
vida, en la que estaba encerrada en una diminuta oficina, pecerita transparente
donde el calor se encerraba y el polvo se quedaba perpetuamente a vivir en la
alfombra. Por eso en cuanto me asignaron ese espacio no pude descansar hasta
dejarlo limpio, y a los quizá más de cien manuscritos ignorados y olvidados por
el editor anterior no podía (no tuve corazón) simplemente arrojarlos a la
basura.
Me di a la tarea de revisar todo ese material. Aunque ya tengo el callo
editorial para identificar rápidamente si un manuscrito:
a) no vale la pena,
b) podría valer la pena o
c) definitivamente vale la pena,
revisar tantos escritos, sin dejar de lado las otras interminables tareas
editoriales, resultaba extenuante día con día. Porque claro, no sé cuántos días
me tardé, había manuscritos ahí que hacía años debían haber recibido una
respuesta, aunque fuera negativa.
Y un día vi el título La reina del Cine Roma, me imaginé una novela
nostálgica escrita por algún viejito, abrí con pereza el texto, y al leer las
primeras líneas perdí todo aburrimiento y quise más. Otra página. Otra. La
novela de Alejandro me atrapó desde el primer momento, no podía entender cómo
alguien podía escribir así sin que las editoriales nos hubiéramos dado cuenta.
No podía creer el descubrimiento que había hecho.
No llevaba ni tres páginas leídas cuando le marqué al autor para preguntarle
si aún estaban libres los derechos de su libro. No esperé a terminar de leerla,
no esperé a solicitar un dictamen ni esperé a llevar el libro a comité
editorial. Le llamé al autor ahí, desde mi pecerita, en ese momento. Claro que
no le dije que estaba fascinada, ni que nunca había leído a nadie que escribiera
como él, ni que por favor, por favor, por favor, no fuera a irse con la
competencia.
Uno no necesita pasar muchísimo tiempo con alguien para poder decirle
“amigo”, es más uno no necesita siquiera haberlo conocido en persona. Hemos
hablado pocas veces por teléfono, una de las últimas llamadas que le hice fue
para decirle que dejaba ese trabajo, me mudaba de ciudad, y que su reina y su
Cine Roma se quedaban en buenas manos. También le dije que había dejado todo
encaminado para que metieran su novela al Premio Lipp, y que tenía que ganar, no
podía haber una novela mejor. Ya saben el resto de la historia: obviamente
ganó.
No sé si Alejandro me considera su amiga, ojalá que sí. Yo lo considero mi
amigo porque a mis amigos yo los admiro y respeto, porque a mis amigos yo quiero
copiarlos, y dicen que la imitación es una de las mayores muestras de
admiración.
Y es que Alejandro Reyes ha logrado algo con lo que todos los escritores de
este país soñamos: poseer un lenguaje propio. Más allá del ritmo, la anécdota
inverosímil y por lo mismo verosímil, la prosa, los personajes y los ambientes,
eso del lenguaje propio es invaluable. Una niña suelta la mano de su hermanito y
ambos se pierden en las calles. Puede ser el inicio de una pesadilla, pero
también el inicio de una obra magistral.
La literatura mexicana ha venido a enriquecerse todavía más con la obra de
Alejandro, y ya queremos una nueva novela.